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El budare: memoria de hierro en las cocinas venezolanas

En cada superficie ennegrecida de un budare queda grabada una historia: la abuela que enseñó a dar palmaditas firmes a la masa, la madre que improvisaba cachapas en la tarde, el «ya te preparo una arepita». .

El budare no es solo un utensilio de cocina: es un símbolo de identidad que acompaña a los venezolanos dentro y fuera de su tierra. Su superficie ennegrecida guarda historias de familia, sabores ancestrales y la resistencia de una cultura que viaja en la memoria y en las maletas de quienes han migrado.

El primer olor que despierta una casa venezolana al amanecer suele ser el del maíz tostándose en el budare. Ese utensilio sencillo, una plancha de hierro fundido que parece inmutable al paso del tiempo, guarda en su superficie la historia de generaciones que aprendieron a dar forma a las arepas, las cachapas y el cazabe.

En Venezuela, ningún hogar está completo sin un budare. No se trata solo de un objeto de cocina, sino de un símbolo de identidad. Su nombre resuena con ecos antiguos: “buran” o “burén”, palabras que se remontan al siglo XVIII y que todavía laten en la memoria oral de los pueblos caribeños.

El budare es primo del comal mexicano y de la blandona peruana, pero en cada país adopta un papel distinto.

En el nuestro es el compañero inseparable de la arepa —esa herencia precolombina que sigue siendo alimento diario en Venezuela, Colombia y Bolivia— y se extiende a otros manjares: cachapas de maíz tierno, mañoco, casabe y hasta los granos de café que se tuestan lentamente hasta ennegrecer.

Con el tiempo, este utensilio ha cambiado de forma y materiales: los hay redondos o cuadrados, de hierro, acero, loza, barro o arcilla. Algunos llevan asas cortas, otros largas; unos se posan sobre la leña, otros sobre las cocinas eléctricas o a gas. 

En los años ochenta, incluso apareció una versión doméstica y modernizada: las “tosty-arepas”, pequeñas planchas eléctricas con capacidad para dos o cuatro arepas, que se convirtieron en cómplices de desayunos rápidos.

Pero la esencia del budare permanece. Quizás porque no es solo un instrumento para cocinar, sino un puente con la memoria. Los migrantes venezolanos lo saben bien: muchos lo empacan en sus maletas como un objeto imprescindible, casi un pasaporte emocional.

Otros, que no tuvieron esa suerte, improvisan en tierras lejanas con sartenes de hierro o antiadherentes, y descubren que aunque cambie el utensilio, el sabor de la arepa siempre encuentra la manera de sobrevivir.

En cada superficie ennegrecida de un budare queda grabada una historia: la abuela que enseñó a dar palmaditas firmes a la masa, la madre que improvisaba cachapas en la tarde y el «ya te preparo una arepita».

Por eso, más que un simple utensilio, el budare es un mapa íntimo de la cultura venezolana. Llevarlo en el equipaje es llevarse un pedazo de patria, un hierro caliente que, como la arepa, ondea cada día como nuestra bandera.

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