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La casa del vidrio y la cicatriz

Siempre entraba por la puerta de vidrio, directo desde la escuela, sintiendo el crujido amable de una casa vieja que nos toleraba como si fuéramos suyos. Éramos muchos: amigos, paisanos de la familia y mis hermanos. Mamá estaba lejos, en Colombia, estirando el amor desde el otro lado del mapa.

No todas las casas se heredan. Algunas se habitan como un suspiro: se llegan, se cuidan, se recuerdan… y se dejan ir.

 Vivíamos en la avenida Baralt, en una casa que no era nuestra, pero que nos dejaba soñar que sí. Tenía ventanales de vidrio que hacían de puertas, una alfombra azul cansada por los años y una sala tibia, de esas que saben reunir cuerpos y silencios sin pedir explicaciones.

Siempre entraba por la puerta de vidrio, directo desde la escuela, sintiendo el crujido amable de una casa vieja que nos toleraba como si fuéramos suyos. Éramos muchos: amigos, paisanos de la familia y mis hermanos. Mamá estaba lejos, en Colombia, estirando el amor desde el otro lado del mapa.

La cocina tenía una puerta de roble con vidrio arriba. En la sala de la casa había un arco en la pared, como parte de la arquitectura, inútil pero hermoso, que sostenía portaretratos, adornos y el paso del tiempo. En el fondo del patio, otra casa: silenciosa, cerrada, como si aún esperará a quienes la habitaron antes.

Un día, la rabia me ganó. Mi hermano me cerró la puerta en la cara cuando regresaba de la escuela, muerta de hambre y del cansancio por el recorrido. El vidrio, que siempre fue la entrada, se volvió filo. Me corté el brazo. Catorce puntos sin anestesia. Hilos que me cosieron la memoria.

La herida sanó, pero la cicatriz sigue. Me recuerda la casa, la edad, el dolor y ese momento exacto en que dejé de ser niña. Algunas casas no se quedan en pie, pero se quedan igual. Está, todavía vive en mí.

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