La memoria que florece: un viaje por Latinoamérica en el Día de los Muertos

Entre altares, flores de cempasúchil y pan de muerto, América Latina celebra la vida en medio de la ausencia. Desde México hasta España, la periodista venezolana María Corzo comparte cómo las distintas culturas dialogan con la muerte, transformando el recuerdo en un acto de amor y pertenencia.

Cada primero de noviembre, Latinoamérica se viste de flores, de aromas y de memoria. En pueblos, cementerios y hogares, los vivos se reúnen con los muertos para celebrar la vida que perdura. No se trata solo de una tradición heredada: es un lenguaje emocional que atraviesa el tiempo, las fronteras y las religiones.

Celebración en México

En México, epicentro simbólico de esta celebración, las tumbas se convierten en altares. Las familias limpian las lápidas, encienden velas, colocan fotografías y llenan de color los caminos con flores de cempasúchil, esa flor amarilla que, según la creencia, guía a las almas hacia el reencuentro.

“Para los mexicanos la muerte no se parece a la nuestra”, señaló María Corzo, una periodista venezolana que vivió varios años en México y Estados Unidos, antes de residenciarse en Cataluña, España

“Ellos se unen en alegría, en fiesta, con todos los ancestros. Tienen un lenguaje del amor muy especial, que expresan a través de la comida y de la reunión familiar”, dijo.

María Corzo recuerda su primera experiencia en un cementerio mexicano como una revelación extraordinaria.

Rememora: “en una ocasión una familia me invitó a acompañarlos a una celebración. Llegaron con mesas, sillas, flores de cempasúchil y con alimentos. No había tristeza, sino festividad. La muerte no existe, es solo un estado distinto”.

“Vi a un bebé gateando entre las tumbas; para ellos es lo más natural”, explica . “Así se mantiene viva la memoria colectiva, sin esfuerzo. Desde pequeños entienden que la muerte no separa, sino que une” .

El Día de los Muertos no se limita a una fecha, sino a un modo de mirar la existencia. Cada ofrenda es una conversación con los que ya no están; cada pan de muerto – con su forma de calavera y sus huesos cruzados –  es un símbolo del cuerpo y del espíritu.

La periodista aún recuerda su sabor: “es el pan más dulce y delicioso que he comido en mi vida. Ni siquiera el pan de piñita venezolano es tan sabroso”.

Ese lenguaje de la mesa – el de compartir, invocar, agradecer- es también el lenguaje de la migración. Quien ha vivido lejos sabe que los muertos no se quedan en el lugar donde murieron: viajan dentro de nosotros.

Más allá de las fronteras

Cuando se le pidió comparar las distintas formas de enfrentar la muerte en los países donde ha vivido, Corzo respondió con la mirada de una mujer que ha aprendido a observar desde múltiples orillas.

“En España la muerte se vive más como en Venezuela: con duelo y recogimiento. Pero cada familia tiene su propio ritual. En cambio, en México hay alegría, música, color. Siempre hay un recordatorio de que los muertos están presentes”.

“Mientras vives en más lugares, más amplio te haces”, aseguró la periodista. “Te conviertes en ciudadano del mundo. Comprendes que los hogares no siempre son físicos”.

Destacó: “yo encontré sentido a mi trabajo inmobiliario, cuando entendí que lo que buscaba era eso: un hogar. No solo para mí, sino para los demás. Sigo siendo periodista, solo que ahora acompaño historias desde otro lugar y de otra forma”.

La memoria que florece en la migración

Como millones de latinoamericanos, María Corzo lleva consigo un mapa de afectos dispersos. No extraña tanto a Venezuela porque expresó que el país que dejó ya no existe.

“Los recuerdos van conmigo. Los lugares donde viví ya no están. Si regresara, probablemente sería más extranjera que aquí. Pero aprendí a vivir con eso. A entender que la casa está dentro”, puntualizó. 

Su testimonio revela lo que el Día de los Muertos encarna de manera profunda: la persistencia del vínculo. En un continente que ha visto partir a tantos, recordar es una forma de resistir el olvido.

Un espejo de memorias compartidas

En otros países latinoamericanos, las tradiciones también florecen, aunque con matices propios. En Bolivia, los altares llamados tantawawas mezclan el pan con figuras humanas que representan a los difuntos.

En Guatemala, los barriletes gigantes surcan el cielo para comunicar a las almas que son recordadas. En Ecuador, las familias se reúnen con la colada morada y las guaguas de pan; en Perú, las flores cubren los cementerios con un silencio reverente.

En otros rincones, la conmemoración es más silenciosa, pero igualmente profunda. En Venezuela, Colombia, Argentina o Chile, las familias acuden al cementerio, limpian las lápidas, colocan flores frescas y conversan entre recuerdos. No es un ritual de tristeza, sino de presencia. Cada flor depositada es una palabra no dicha, un abrazo que vuelve a tomar forma.

En América Latina, cada altar improvisado, cada tumba visitada, cada foto encendida por una vela, recuerda que los muertos no se van: florecen en la memoria.

Fotos: Pexel. Pixabay

Agradecimiento: A la periodista María Corzo por la entrevista.

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