Tul, carnaval y memoria

Cuando me invadía la nostalgia, me daba por curucutear entre las cosas de mi mamá. A ella no le gustaba, porque temía que le perdiera algún documento importante o, como solía decir, que le “desordenara la vida” revisando lo que no era mío.

¡Cuán equivocada estaba! Esa búsqueda por conocer mi pasado fue, en realidad, una forma de entenderme. Gracias a ella, descubrí detalles que hoy, ya adulta, valoro con el alma. Como esa foto en blanco y negro donde aparezco disfrazada de bailarina: un vestidito de tul, zapatos y medias blancas. Mi primera versión de mí misma ante el mundo.

En la imagen, que creo fue tomada en una festividad de carnavales, alguien me sostiene mientras estoy parada en una acera. A mi lado, hay dos niños: uno disfrazado de luchador, con capa incluida, mi hermano, y otro – niño o niña – no logro descifrarlo bien, cuyo vínculo conmigo sigue siendo un misterio.

Intuyo que quien me sostiene es mi hermana mayor. Al niño luchador lo acompaña una mujer de la que solo se ve una parte de la pollera y los zapatos de punta, blancos. Estoy casi segura de que es mi mamá.

Mi rostro en la foto parece el de una chinita: redondo, curioso, con nariz pequeña y ojos bien achinados. Hay algo en mi expresión que aún me habla. Una ternura intacta, suspendida en el tiempo. Quizá sea el carnaval, o tal vez es la vida misma, que se disfraza para quedarse en el alma.

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