Recetas que hablan: el legado invisible de nuestras cocinas

A veces, no hay receta escrita. Solo sabemos que “mamá le ponía un chorrito de tal cosa”, que “la abuela decía que había que probarlo con los dedos”, o que “ese guiso solo salía bien en su olla de siempre”. Y sin embargo, cocinamos. Con miedo, con nostalgia, con ternura. Porque lo importante no es la precisión, sino la presencia.

Recuerdo el olor a ajo sofrito mezclado con cebolla que flotaba en el aire cada vez que volvía del colegio. Antes de ver a mi madre, sabía que estaba en casa: la cocina hablaba por ella.

No hacía falta que dijera nada, su manera de amar estaba servida en el arroz humeante, en las tajadas crujientes, en las caraotas (porotos, fríjoles) con olor a cilantro, o en ese guiso que solo ella sabía hacer. Con el tiempo entendí que esas recetas eran más que comida: eran parte de nuestra historia.

Hay aromas que no necesitan nombres. Basta que crucen el aire para devolvernos a una cocina pequeña, a una mesa de mantel floreado, a una madre con las manos envueltas en harina o aceite. Las recetas familiares no son solo listas de ingredientes: son relatos vivos, transmitidos de voz en voz, de mirada en mirada, de paladar en paladar.

Cada vez que cocinamos una comida que aprendimos en casa, estamos invocando un recuerdo. Pero más que eso: estamos ejerciendo una forma de resistencia. En un mundo que cambia tan rápido, donde la información nos atraviesa y los vínculos se diluyen, una receta familiar nos ancla. Nos recuerda quiénes fuimos, de dónde venimos y a quiénes amamos.

A veces, no hay receta escrita. Solo sabemos que “mamá le ponía un chorrito de tal cosa”, que “la abuela decía que había que probarlo con los dedos”, o que “ese guiso solo salía bien en su olla de siempre”.

Y, sin embargo, cocinamos. Con miedo, con nostalgia, con ternura. Porque lo importante no es la precisión, sino la presencia.

Las recetas familiares son una forma de contar historias sin palabras. En cada cucharada hay un relato de supervivencia, de migración, de amor silencioso. Algunas nacieron de la necesidad, otras del festejo, pero todas llevan consigo una forma de cuidar. De alimentar no solo el cuerpo, sino el alma colectiva de una familia.

Cuando las repetimos, no estamos solo cocinando: estamos honrando. Estamos reviviendo los días felices y los difíciles. Estamos enseñando a los que vienen detrás que hay herencias que no caben en un testamento, pero que se escriben en la memoria del gusto.

“Olor a cocina de mamá” es eso: una ventana al pasado que aún nos sostiene. Un tributo al arte invisible de alimentar. A esa alquimia sencilla que transforma cebollas, ajos y arroz en un refugio. Que convierte una cocina en un templo, y una olla humeante en una carta de amor.

Y así sigo yo, a veces sin darme cuenta, buscando entre las cacerolas el eco de su voz. A cada plato que intento recrear, lo que realmente estoy haciendo es tender un puente hacia ella, hacia nosotras, hacia lo que fuimos y todavía somos. Porque cocinar también es una forma de decir: te recuerdo.

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